domingo, 26 de septiembre de 2010

"Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver"


"Tú eres la cosa más maravillosa y hermosa del mundo, Frank: Un hombre".
April Wheeler.

Tal vez Revolutionary Road se pasaba de descorazonadora. Tal vez por ese motivo pasó de puntillas por la taquilla; fue ignorada en los irremediablemente imprescindibles premios Oscar. American Beauty fue, en su día, una propuesta rompedora, triste, que exploraba el vacío existencial sin tapujos ni miramientos. Pero de su acabado final se desprendía una sensación optimista: hay cosas bellas en el mundo. Aunque no sepamos verlas. Las hay. La última cinta de Sam Mendes es mucho más destructiva: no hay esperanza, no hay tregua, no existe compasión hacia el desconsolado espectador.

Hay dos formas de convivir con tu genio: o le tratas de tú a tú y te sirves de él para hacer algo constructivo con tu vida; o te dejas devorar por él. April Wheeler sabía que era especial. Que su vida estaba destinada al logro, a la satisfacción. Que había algo más allá, más que planchar ropa y servir desayunos. Pero conoció a un chico, escuchó de su boca cuatro chorradas y terminó como otra más de todas esas mujeres que cocinan y planchan.

Es duro comprobar que incluso la gente que te rodea es capaz de percibir ese "algo más" en tu interior, que tras mudarte al número 12 de la "Vía Revolucionaria" todo se acartona y se vuelve gris, que ni la maternidad ha cumplido las expectativas creadas. Luego ves por la tele que hay científicos inventando curas para las enfermedades más variopintas, deportistas que se prueban a sí mismos cada día, todo mientras la vida pasa a través de las ventanas de tu casita suburbiana y perfecta. Porque esos jardines de pretencioso verde brillante, esas inmaculadas fachadas de estudiada combinación de color pueden matar el alma a cualquiera. Porque no es April Wheeler la única víctima de vacío existencial en el barrio.

Y es que todos sabemos cómo concluye el viaje. Acallas tu espíritu y aprendes a vivir con lo que tienes. A ver el vaso medio lleno. A llorar en un rincón cuando no puedes más y pretender que nunca ha pasado. Pero April recuerda sus sueños de juventud, recuerda París y las promesas incumplidas y decide luchar contra el hueco que devora poco a poco sus entrañas. Pero el autoengaño jamás debe ser empuñado como arma de guerra, y por supuesto, fracasa. Poco a poco el vacío se convierte en la nada más absoluta (ni si quiera es capaz de contestar cuando su marido le pregunta si realmente quiere a sus hijos), y siente que no puede permitir que este sentimiento salpique a un futuro bebé. Nada tiene sentido. Y cuando las palabras de un desequilibrado mental sirven para arrojar algo de luz al camino que intentas seguir, la cosa ya no tiene vuelta de hoja.

April sabe que hay una verdad, pero desconoce su naturaleza y jamás podrá alcanzarla. Llegados a este punto, esa es la única certeza que posee. Ante esto, reúne sus fuerzas y toma una drástica decisión.

El resto es historia.

NOTA: La cita incluida en el título es un extracto de la canción Peces de ciudad, de Joaquín Sabina.

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